Carta pastoral del Obispo de Cuenca con motivo del Año de la Fe


Queridos hermanos:

Comenzamos un nuevo curso en la vida pastoral de la diócesis. El inicio del año pastoral es buen momento para que todos avivemos el alegre afán de seguir trabajando, con tantos otros hermanos en la fe, en la extensión del Reino de Dios. Es momento, sí, para formular programas, fijar objetivos y señalar prioridades, pero, sobre todo, es ocasión para dar nuevo impulso a nuestra vida cristiana, tras el descanso del verano que nos ha permitido reparar fuerzas y retemplar el espíritu.

Este año nos espera una tarea ilusionante. Apenas dentro de un mes dará inicio en toda la Iglesia el Año de la fe convocado por el Papa. Este hecho marcará intensamente la vida de la diócesis y determinará buena parte de sus actividades, de las que se os informará oportunamente. Desde ahora os invito a tomar parte activa en ellas.

En este próximo año nos proponemos metas ambiciosas, que sólo se harán realidad si todos, sin excepciones, sin ausencias, con esperanza y ánimo decidido, colaboramos, unidos, en la tarea común.

 

1.      Dos aniversarios de especial relevancia

El próximo 11 de octubre inicia, en efecto, el Año de la Fe con el que el Papa Benedicto XVI ha querido que se conmemoren y celebren en todo el Pueblo de Dios dos acontecimientos de primer orden en la vida de la Iglesia de los últimos decenios: el 50º Aniversario del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II y el 20º de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, llamado a acercar a los fieles la riquísima doctrina de los documentos emanados por aquella gran asamblea ecuménica.

En la Carta Apostólica Porta fidei (n. 5), el papa Benedicto XVI, con palabras de su predecesor en la Sede de Pedro, el beato Juan Pablo II, ha recordado que el Concilio fue “la gran gracia  de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX”, y su doctrina representa “una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”. Este Año de la fe nos ofrece una ocasión propicia para releer de nuevo y profundizar en el conocimiento de los textos conciliares, que no han perdido “ni su valor ni su esplendor”.

El catecismo de la Iglesia Católica constituye, por su parte, “uno de los frutos más importantes del Concilio” (Porta fidei, 11) y es “regla segura para la enseñanza de la fe”, extremadamente rica, para profundizar en los contenidos de la fe. Crecer en su conocimiento será igualmente tarea principal paa el nuevo curso.

 

El inicio del Año de la Fe verá también los inicios de los trabajos de la XIII Asamblea General del Sínodo Ordinario de los Obispos, que se ocupará del tema: La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.

 

2.      Fe y anuncio de la Palabra

Los Padres sinodales son llamados a tratar de un argumento de capital importancia. De capital importancia para los hombres, ya que, como afirma San Pablo, “sin fe es imposible complacer a Dios” (Hb 11, 6); o como dice en otro lugar “habiendo sido justifiados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios” (Rm 5, 1). Siguiendo a San Pablo el Concilio de Trento afirma solemnemente que la fe es “inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación” (Dz-Sch, 1532).

 

 De otro lado, la evangelización, tarea fundamental e irrenunciable de la Iglesia, tiene como fin la trasmisión de la fe. Evangelizacióny fe son relidades estrechamente ligadas. La Iglesia existe para evangelizar y el objeto de la evangelización es suscitar la fe que salva. Los dos aniversarios a que nos hemos referido están llamados, por tanto, a reavivar en cada uno de los cristianos el afan evangelizador, el deseo, y el empeño subsiguiente, por hacer llegar a cada vez más hombres y mujeres el alegre anuncio de Cristo y de su Evangelio, de manera que se adhieran a él de todo corazón, su entera existencia quede iluminada por una luz nueva, ─ la verdad de Cristo ─, y se sientan animados por un espíritu nuevo, el espíritu de Cristo, que es amor y entrega, misericordia y perdón, reconciliación y paz entre Dios y el género humano, entre los hombres y los pueblos.

 

Sabemos bien que fe no puede quedar reducida a mero sentimiento, ni es una vaga convicción carente de contenidos ni se agota en unas prácticas piadosas. La fe es adhesión a la Palabra de Dios que se proclama en la predicación apostólica y posee contornos precisos y contenidos definidos. La fe es adhesión viva, asentimiento de la inteligencia al misterio de Cristo Verdad, revelación del Padre, y adhesión voluntaria y libre a Cristo-Verdad que es, al mismo tiempo, fuente de vida y de bien, de felicidad y dicha sin fin: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn, 17, 3).

 

3.      Fe y conversión del corazón

 

La carta a los Tesalonicenses pone claramente de manifiesto que la escucha y acogida de la palabra de Dios en lo más profundo del corazón, es decir la fe, la adhesión al Cristo anunciado, va acompañada necesariamente de la conversión del corazón. La acogida que los tesalonicenses dispensan a Pablo, la escucha favorable de su predicación, les lleva inmediatamente al abandono de los ídolos, a volverles las espaldas para convertirse a Dios. La fe produce un cambio radical, la conversión de corazón: el hombre se adhiere a Dios como verdad suprema, como bien que está por encima de todo otro bien, el “tesoro”, la “perla fina” de que habla el Evangelio (cf. Mt 13, 44-46); se ahdiere a Él como como Señor único al que servir, incompatible con cualquier otro pretendido señor. La fe entraña en principio y por su propia naturaleza la incompatiblidad entre Dios y cualquier otro bien que se presente como supremo; implica la adhesión radical a Dios, a Jesucristo nuestro Salvador, y comporta al mismo tiempo el rechazo, la negación, de los dioses a los que hasta entonces se venía sirviendo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Es algo que aparece ya en la primera predicación de los Apóstoles el día de Pentecostés. Cuando estos anuncian el núcleo central de la Buena Nueva, a saber, que Jesús, el crucificado y muerto por nuestros pecados, ha sido resucitado y constituido Señor y Mesías, los judios que les ecuchan se sienten removidos internamente, “se sienten traspasar el corazón” por el anuncio de la Palabra y por la gracia del Espíritu, y preguntan a los Apóstoles por lo que deben hacer. Perciben inmediatamente que las cosas no pueden ser como antes, que algo decisivo ha ocurrido en sus vidas, que deben cambiar porque algo nuevo los anima y gobierna. La respuesta de los Apóstoles es clara: “Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el Espíritu Santo” (Hch 2, 37). La fe, la acogida de la Palabra, la adhesión a Cristo, provoca la conversión que lleva al Bautismo y da origen a una vida nueva en el Esíritu Santo. Por ello, la Carta apostólica Porta fidei con la que el Papa Benedicto XVI convoca el Año de la Fe inicia con estas palabras: “ ‘La puerta de la fe’ (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que trasforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Este empieza con el Bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna” (Porta fidei, n. 1).

 

4.      Fe y vida de fe

 

No todo está hecho con el sí inicial al Evangelio de Cristo y la gracia bautismal que inunda y trasforma el corazón del cristiano. La fe que nace como respuesta a la Palabra sembrada en el corazón, está llamada, cmo decimos,  a plasmar, a modelar, a configurar toda la existencia, en el tiempo y y en el espacio, es decir, en cada uno de sus ámbitos en los que discurre. El cristiano que ha recibido la vida de Dios en el Bautismo y que gracias a él se convierte en otro Cristo, está llamado a crecer existencialmente en la identificación con él, hasta poder decir: “No soy el que, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). El cristiano, está llamado a identificarse con Cristo, a reproducir existencialmente lo más fielmente posible su figura, grabada en su alma por el Bautismo. De ahí la invitación del Apóstol: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 11): los mismos sentimientos, el mismo corazón, los mismos pensamientos, los mismos criterios, la misma caridad.

 

El acontecimiento de gracia que es la escucha y la acogida sincera de Jesús y su Evangelio es un don de incalculabe valor para cada uno de nosotros, pero, a la vez, nos hace sentir la responsabilidad de hacerlo fructificar, con la ayuda del Señor, en nuestras vidas. Así se pone de manifiesto el capítulo de las parábolas del Reino del Evangelio de san Mateo (Mt 13). La tierra que acoge la semilla de la Palabra de Dios puede producir más o menos fruto o no producirlo en absoluto, pero está llamada a darlo. Los talentos recibidos gratuitamente deben producir otro tanto (cf. Mt 25, 14-30), sin que sirvan de excusa temores infundados e irracionales.

 

Al comienzo de la Carta a los Tesalonienses, San Pablo escribe lleno de alegría y de gratitud sincera al Señor: “Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor” (Ts 1, 2-3). El Apóstol celebra la fe en Dios de los tesalonicenses que “ha corrido de boca en boca”; una fe que les llevó a abandonar a los ídolos, a volverse a Dios y a vivir aguardando la vuelta de Jesucristo desde el cielo (ibidem, 1, 8b-10). San Pablo elogia a la comunidad cristiana de Tesalónica por la actividad de su fe, por poseer una  fe operativa, que se expresa y traduce en obras de fe. La fe en Dios debe traducirse en servicio a Dios y a los hombres. Cuando Josué sacude violentamente la conciencia adormecida del pueblo de Israel, lo hace con palabras que fuerzan una respuesta: “Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quien queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Eúfrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; ¡yo y mi casa serviremos al Señor!” (Jos 24, 2). Ante la clara disyuntiva que el sucesor de Moisés al frente del pueblo de Dios propone a los israelitas, estos movidos por su ejemplo de su guía, responden a una: “Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir otros dioses (…). También nosotros serviremos al Señor, ¡poque él es nuestro Dios!” (Jos, 24, 16.18). La profesión de fe en Yahwé, en el único Dios de Israel, va acompañada de la promesa de seguirle y de servirle solamente a Él, de obedecer sus preceptos, de ajustar la vida se a sus leyes.

 

5.      La vida cristiana como testimonio de fe

 

Este Año de la Fe está llamado a reavivar nuestra fe, a purificarla cuando fuere necesario, a hacerla recuperar su brillo, la alegría y el entusiasmo que la adhesión a Cristo produce en la vida del cristiano.  El Santo Padre habla repetidamente en su Carta Apostólica Porta fidei de la importancia de que los cristianos redescubramos el camino de la fe. Se trata en efecto de reencontrar algo ya poseído, de redescubrir algo ya conocido, de percibir con mayor exactitud lo ya creído, de quitar las cenizas que se han depositado sobre el don precioso de la fe y dejarnos poseer, y deslumbrar y entusiasmar por su fuerza y su belleza: “Desde el comienzo de mi ministerio como sucesor de Pedro, nos dice, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Porta fidei, 2). El Papa tiene la firme convicción de que la fe puede renovar verdaderamente el mundo y cambiar o mejorar las actitudes más nobles y profundas de los hombres. A nosotros toca dejarnos invadir por esa misma seguridad, la certeza de que Jesucrito y su Evangelio son un bien de enorme trascendencia para la vida del mundo. Por eso está empeñado en promover en el corazón de todos los cristianos la renovación, sincera, profunda, de la fidelidad al don recibido de la fe en  Jesucristo Redentor del hombre. Esa mayor fidelidad se hará visible en el testimonio de una vida cristiana renovada, que pondrá de manifiesto la fuerza transformadora, personal y social, del Evangelio. La fe, la adhesión sincera, cordial, a Cristo da necesariamente lugar a una vida nueva, anuncio existencial, predicación viva de la novedad del Reino de Dios, demostración de la fuerza transformadora de la nueva levadura, la que produce frutos de “sinceridad y de verdad” (1Co 5, 8), bien distinta de la levadura de la hipocresía de los fariseos (cf. Lc 12, 1).

 

6.      Eclesialidad de la fe

 

En la adhesión a la Palabra, en la conversión y en el Bautismo, el cristiano se descubre miembro de un Pueblo, la Iglesia, que proclama y confiesa la misma fe, una fe que , como nos recuerda el Papa, nos es un mero hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él” (Porta fidei, n. 10), y con los que a él se unen justamente por medio de la fe. En la común fe en Cristo nos encontramos todos los creyentes, nos percibimos como formando un solo Cuerpo, miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1Co 12, 12-30), cuya unidad se refuerza y consolida en la confesión y celebración de la fe común. Por eso es tan importante que este año la confesión común de la fe, la profesión gozosa y convencida del Símbolo de la fe, del Credo, que tiene lugar en la celebración de la Eucaristía dominical, sea vivida con particular vibración y solemnidad, como un momento fuerte de comunión, de afirmación de nuestra identidad cristiana y de la común condición de miembros de la Iglesia (cf. Porta fidei, 9).

 

En efecto, en la profesión de fe el yo creo no sólo es confesión de fe del cristiano sigular, es también confesión de la Iglesia, del yo de la Iglesia, esposa de Cristo que declara y proclama su fe, la fe de cada uno y de todos, la fe del entero Cuerpo de Cristo. Es acto personal y comunitario, singular y plural. Personal no se contrapone aquí a eclesial, comunitario o común. El credo confesado por el cristiano es acto personal y, al mismo tiempo, esencialmente relacional, vinculo de comunión. Lo confiesa como persona que es, individuo relacionada con los demás cristianos, miembro de un cuerpo, de una comunidad, de un pueblo: miembro de la Iglesia. Por eso dice el Papa que “el primer sujeto  de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación” (Porta fidei, n. 10). No tiene sentido que un cristiano contraponga su fe a la fe común, a la fe de la Iglesia. Sería ignorar una característica esencial de fe e infligirle un golpe de muerte.

 

La relectura y meditación de los textos del Concilio II, guiada por una adecuada hermenéutica, serán una buena ayuda para fortalecer la comunión en la doctrina. Se trara de textos “cualificados y normativos del Magisterio” (Porta fidei, n. 5), fruto de la reflexión de la Iglesia, guiada por el Espìritu, sobre sí misma y sobre su misión en el mundo. Junto a la de los textos concilaires, la lectura y estudio del Catecismo de la Iglesia Católica contribuirá a reforzar la comunión en la fe, pues facilitará el conocimiento sistemático y orgánico de los contenidos fundamentales de la fe y de la moral católicas.

 

7.      Una fe misionera

 

A lo largo de este Año de la fe será sumamente oportuno que, con un solo corazón y una sola alma, pidamos a Dios Nuestro Señor que la adhesión al Evangelio, la fe en el Señor Resucitado, “sea más consciente y vigorosa” (Porta fidei, n. 8), sabedores del profundo cambio que la humanidad está viviendo. Este tiempo nos exige una actitud decidida, llena de optimismo y confianza, que nos lleve a comunicar, con convicción y de manera amable y positiva, la fe recibida que ha trasformado nuestras vidas. Nos hemos rendido a Cristo y su Evangelio, subyugados por su belleza y calor, y debemos permitir que la fe desarrolle toda su potencialidad y su fuerza en nosotros y en los demás, en nuestras vidas y en la vida del mundo. Hemos recibido la luz para ponerla encima del candelero, para que ilumine a todos los hombres (cf. Mt 5, 16). No podemos menos que comunicar a los demás la alegría de haber sido salvados, el gozo de la salud recuperada, de la vista recobrada, del sentido reencontrado de la vida. “El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar” (Porta fidei, n.7).

 

 Debemos salir del cómodo encerramiento en los asuntos propios, para tratar de que la fe ilumine con su luz todos los ámbitos de la vida social: económicos, culturales, artísticos, políticos…, guíe los esfuerzos nobles de los hombres en la búsqueda de soluciones verdaderas y eficaces para nuestros actuales problemas, e inspire propuestas que impulsen un auténtico progreso y desarrollo en la dirección de un mundo más pacífico y solidario, más justo y humano.

 

8.      Fe y testimonio de caridad

 

Al convocar el Año de la fe, el Papa desea que este año sirva para “intensificar el testimonio de la caridad”  (Porta fidei, n. 14). La adhesión a Cristo y su Evangelio empeña toda la persona: la compromete y abraza por entero, en todas sus dimensiones. La fe no puede quedar reducida al ámbito más íntimo de la persona, sin que su fuerza llegue a manifestarse también en su atividad externa. La vida del hombre se desarrolla en con-vivencia con otros hombres. La suerte del prójimo no es nunca extraña para un creyente. Una vez acogida la Palabra y el Amor de Dios y transformados en el motor de su existencia, el cristiano percibe “la exigencia apremiante  de transformar toda su vida en un servicio al prójimo, además de servir a Dios” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 40). Así se explican, dice el Papa, las grandes obras y estructuras de caridad de la Iglesia.  Ahí tienen su raíz más profunda.

 

La caridad personal o institucional no es nunca un simple instrumento o medio para otros fines, por nobles que sean. Es una exigencia de la fe, de la fe auténtica, viva, operativa, “la fe que actúa por el amor”, como dice San Pablo (Ga 5, 6).  No cabe oponer fe y obras: éstas deben nacer de aquella, ser su expresión y fruto natural. Es lo que dice también el apóstol Santiago: “la fe, si no tiene obras, está muerte por dentro” (St 2, 17.26). Consecuentemente, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo” (n. 1815). Por su parte el Papa precisa que “la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino” (Porta fidei, n. 14). La fe permite descubrir el rostro de Jesús en los demás, particularmente en los necesitados, permitiéndonos amarle en ellos. La fe viva sostiene, además, el ímpetu y el fervor de la caridad. Cuando decae la fe, cuando se enfría, entonces decae la verdadera caridad, pudeindo quedar reducida a simple filantropía.

 

Cada cristiano está llamado, pues, a dar el testimonio de la caridad, que autentica la fe y que es su expresión o manifestación natural. Pero no sólo cada cristiano debe dar credibilidad a su testimonio mediante la caridad, toda la Iglesia debe empeñarse en el servicio de la caridad, que representa una “actividad de la Iglesia como tal” y  es “parte esencial de su misión originaria” (Deus caritas est, n. 32). Invito vivamente a cada cristiano y a las comunidades cristianas a testimoniar durante este Año de la fe la caridad, una caridad generosa e ingeniosa paa encontrar respuestas a las actuales necesidades.

 

Conclusión

 

Queridos diocesanos, el año de la Fe representa un momento de gracia que no podemos dejar de acoger con agradecimiento. Este tiempo debe significar para nuestra Iglesia diocesana de Cuenca y para cada uno de sus miembros, sacerdotes, religiosos y laicos, un nuevo comienzo, una nueva etapa de mayor fidelidad a Jesucristo, su Señor. Cada uno de nosotros debe poder decir, con la ayuda del Espíritu Santo, nunc coepi!, ¡ahora comienzo!; no porque, en la inmensa mayoría de los casos, se trate de un comienzo absoluto, sino porque proseguimos nuestro caminar hacia Dios con nueva determinación, con remozado vigor, con una más firme voluntad de ser en verdad, y de vivir como cristianos. Se trata de una nueva conversión, una más de las que jalonan la existencia cristiana.

 

En unos momentos en que se produce en no pocos un debilitamiento de la fe, cuando se registra la deserción de muchos bautizados, y no pocos creyentes ven como su fe se reduce a una prática religiosa esporádica, descomprometida, ajena a la marcha del mundo; cuando se asiste al novedoso fenómeno de una verdad cristiana contemplada como elemento perturbador en un mundo invadido por el relativismo y la negación o la duda; en este momento es precisamente cuando debemos pedir con más fuerza a Dios que aumente nuestra fe (cf. Mt 9,23; Lc 17, 5), para confesar que sólo El es nuestro Dios y Señor y que sólo a El queremos servir, rechazando el señuelo de los ídolos, dioses que no pueden salvar. Es el tiempo de implorar la gracia de un nuevo empeño para que sea cada vez más fuerte nuestra relación con Cristo y nuestro empeño por colaborar en su misión de salvación.

 

Volvamos nuestra mirada esperanzada hacia aquellos, hombres y mujeres, testigos, a lo largo de la historia, de la fe recibida. Contemplemos su ejemplo, el ejemplo de una fe que los condujo, en ocasiones, hasta el derramamietno de la propia sangre, a la entrega de la vida en el jercicio de la caridad, a la renuncia “por el reino de los cielos” a las cosas nobles de la tierra o al sacrifico silencioso de la existencia en el cumplimiento de los propios deberes.

 

El Concilio Vaticano II propone a toda la Iglesia el ejemplo de María. De ella dice bellamente que “por su íntima participación en la historia de la salvación, reune en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe” y “al ser anunciada y venerada, atrae a los creyente a su Hijo, a su sacrifico y al amor del Padre” (Lumen gentium, n. 65).  “¡Bienaventurada la que ha creído!” (Lc 1, 45). Con estas palabras saludó Isabel a su prima que la visitaba. A la intercesión de María y a la de San Julián, padre en la fe de los cristianos de Cuenca, acudimos en esta hora, cuando está para iniciarse el Año de la fe. Para que intercedan ante Dios Nuestro Señor y se digne renovar la fe del pueblo cristiano y produzca frutos abundantes de vida cristiana.

 

Con mi bendición,

+ José María Yanguas Sanz, Obispo de Cuenca